Diversidades de ayer y de hoy.
En la actualidad se ha instalado lenta y progresivamente, incluso en ámbitos un tanto conservadores el uso del lenguaje inclusivo. Imponiéndose por sobre las críticas y burlas de muchos, escuchar el término “nosotres”, la expresión “ellos y ellas” en contextos académicos, políticos y laborales, es bastante usual. Hoy, siglo XXI, queda claro que ya no somos “los argentinos”. En todo caso, somos “los argentinos y las argentinas” o aún mejor: “les argentines”. Esta forma de nombrar lejos de ser un chiste, es una respuesta al problema que como sociedad no atendimos durante siglos. Esta forma de decir, es una especie de triunfo aunque sea parcial, sobre el reduccionismo provocado por los modelos binarios tan instalados en nuestra consciencia social.
Estamos ante un hecho histórico sin precedentes si pensamos que la Argentina es el primer país de América Latina en reconocer identidades más allá de las categorías binarias de género en los sistemas de registro e identificación. Que todas las personas que no se identifican con la categoría “masculino o femenino”, puedan optar por una “X” en su Documento significa mucho para el progreso de una sociedad, sobre todo en un contexto capitalista, donde no es fácil vivir sin ser visto. Y remite al mismo tiempo, aunque del otro lado de la moneda, al intento constante de un otro, que podríamos identificar con un “colonizador” en el pasado que busca invisibilizar u homogeneizar para controlar, dominar, silenciar y negar.
Nombrar es hacer visible. Hacer visible es individualizar sin excluir, reconocer que un mismo mundo contiene muchos mundos. Eso, no le conviene al que busca dominar. El opresor entiende que debe conocer muy bien aquello que intenta dominar. Y conocer un universo de realidades distintas, con costumbres, religiones, ritos, lenguas y gustos particulares es mucho más difícil que dominar un universo conocido, o al menos abarcable. Por ese motivo el concepto de “indios”, inaugurado por los españoles por creer que habían llegado a las indias, y que mantuvieron cuando descubren que es un nuevo continente, sigue siendo motivo de controversias. “No es una mera preocupación académica. El termino designa una categoría social específica y al definirla de ese modo es imprescindible establecer su ubicación dentro del contexto más amplio de la sociedad de la que forma parte” (Bonfil Batalla, 1972, p.105): El concepto es una definición que homogeiniza, que borra “la gran variedad de situaciones y de contenidos culturales que hoy caracterizan a los pueblos que llamamos indígenas” (Bonfil Batalla, 1972, p.105). La categoría de indios se aplicó indiscriminadamente a toda la población aborigen, sin tomar en cuenta ninguna de las profundas diferencias que separaban a los pueblos. Lo que le importaba al español era equipararlos entre sí, sin hacer distinciones, para acentuar la relación de dominio colonial en la que solo caben dos polos antagónicos, excluyentes y necesarios, en estrecha relación con “los modelos binarios”: El dominador y el dominado, el superior y el inferior, la verdad y el error. (Bonfil Batalla, 1972, p.111).Desde el momento en que los conquistadores llegan a América, las intenciones son claras. El europeo no pide permiso, no llega como quien llega sin invitación. Lejos está de la idea de intentar comprender quienes eran, en que creían o cómo funcionaban las sociedades aborígenes. El europeo llega pensando que ha descubierto un nuevo mundo y para él, quienes habitaban esas tierras, solo formaban parte del paisaje, ello queda de manifiesto en las crónicas de los viajeros: “Los relatos de la conquista asocian a los habitantes de estas tierras con la naturaleza y tienden a desposeerlos de una cultura propia, a presentarlos como parte de un escenario natural. Son percibidos como objetos y puestos junto a las plantas, animales y características geográficas del territorio”. (Fernandez Bravo, 2007, p.4).
Así, tierra e “indios” eran parte de lo mismo: algo que pertenecía al español. Y es en este punto donde toma sentido el inicio de este texto. La idea de imponer sobre una sociedad heterogénea, un modelo binario, “dual”, donde solo un pequeño grupo es nombrado y nombra, no solo niega la diversidad existente en las sociedades, sino que lleva aparejado todo un entramado de dificultades económicas, políticas e identitarias, para aquellos que quedan relegados a un segundo plano o que directamente no existen o, si existen, es solo en función de los intereses de otro. “Los europeos impusieron un conjunto de creencias y formas de organización colectiva y lo nombraron de acuerdo a sus propias expectativas e intereses, que incluían la difusión de la religión católica y la búsqueda de riquezas materiales. América, fue antes que descubierta, inventada por la imaginación europea” (Fernandez Bravo, 2007, p.5) Del mismo modo que las identidades no binarias, intentaron ser negadas o pensadas como “inexistentes” durante tanto tiempo por el imaginario de la sociedad argentina.
El lenguaje, cómo, cuándo, quién y en qué contexto se comunica, define el futuro de una sociedad. Nombrar de un modo o de otro genera significantes, ideas, nociones de cómo es el mundo en el que vivimos. Aprendemos y aprehendemos sobre lo que nos rodea a través del lenguaje. Es por eso, que salvando las distancias que no son más que temporales, se puede pensar en un paralelismo entre el concepto de “indios” y “pueblos originarios” y “genero binario” o “no binario”. En ambos casos, el debate sobre dichos conceptos gira sobre lo mismo: la mirada del otro, la diversidad, la inclusión, la pretendida superioridad de unos sobre otros, basada solo en el hecho de que hay quienes ostentan el poder de alguna forma.
Sin embargo, la identidad, ese sentido de pertenencia a un grupo socio-cultural con el que compartimos características en común, tiene en sí misma una fuerza imposible de derrotar. Por más intentos de conquista, o a pesar de ella y del sometimiento que tuvieron que soportar durante siglos los pueblos originarios, es importante destacar que siempre encontraron la forma de que su cultura atraviese las barreras del tiempo. Contra la identidad no pueden las armas: Ya en la época de la conquista, muchos aborígenes se rebelaron, contra los intentos de secularización del español.
Y es que “para enfrentar este complejo universo de clases, castas, razas, nacionalidades y religiones, uno de los métodos que encontraron los españoles, además del lenguaje, para unificar y dominar fue: la religión” (Abelardo Ramos, 1968, p.18) Los españoles van a imponer la religión católica, pero los pueblos originarios siempre van a encontrar formas de resistencia.
Solo la imperiosa necesidad de sentirse humano y respetado en lo identitario explica que las costumbres, creencias y lenguas, todo el esqueleto cultural que caracteriza a los pueblos originarios, haya resistido hasta nuestros días. Estos pueblos sufrieron una fuerte desestructuración social durante la conquista. No es que no fueran aguerridos, es que sus armas artesanales no podían competir con la tecnología de las armas españolas. Cabe destacar que incluso desconocían el caballo. Muchos historiadores coinciden en que la conquista de América fue posible en gran parte gracias a ellos. La presencia de los caballos en los campos de batalla causaba pavor a los aztecas, incas y otros pueblos autóctonos. Además, “morían por las nuevas enfermedades traídas por el español, contra las cuales no tenían defensas suficientes” (Wachtel, 2002, p.175) y por la explotación a la que eran sometidos. Eran arrancados de sus comunidades. Y sus formas de ver el mundo tenían que cambiar obligadamente.
Todo esto generaba grandes bajas demográficas, ya sea por razones físicas o espirituales (muchos se suicidaban porque no podían soportar ese nuevo modo de vivir).
Sin embargo, gran parte de ellos logró oponer resistencia: Los movimientos andinos, si bien fueron movimientos duramente reprimidos por los europeos, fueron generadores de cambios que demuestran que a pesar de tantos años de dominación, los pueblos se seguían manifestando.
Un ejemplo de este tipo de “insurrección” fue el Taki Ongoy: la rebelión de las wakas, que surge en 1560 para restaurar la auténtica espiritualidad andina ante la imposición de la religión occidental por parte de los conquistadores.(Caviglia, Alvarez, Villamea, 2016, p.14). A este respecto es interesante destacar que una de sus formas de resistir era transformando muchos de sus rituales católicos, disfrazándolos para poder seguir con sus propios rituales.
Y tiempo después fue de gran importancia, uno de los últimos movimiento de los incas: la rebelión de Túpac Amaru (José Gabriel Condorcanqui) y Túpac Katari (Julián Apaza), que se cambian los nombres porque en quechua y aymará, “Amaru” y “Katari” significan respectivamente: “Serpiente” (Caviglia, Alvarez, Villamea, 2016, p.19). Ello está relacionado con que en el imaginario de los pueblos, se suponía que el último inca, iba a volver en forma de serpiente, a tomar el poder y a restablecer el equilibrio perdido venciendo al opresor.
Estas rebeliones vuelven a traer algo de la identidad colectiva, revitalizan lo identitario.
Y preparan, al mismo tiempo, el camino a la independencia.
Sin embargo, incluso con la caída del orden colonial, y luego de las múltiples guerras de independencia – en la cual la participación de los pueblos fue clave para que comiencen a sentarse las bases del estado nación- , los “indios” seguirán estando en una situación de subordinación. Seguirán siendo justamente “los indios”, un objeto funcional, esta vez al modelo agroexportador que vendría y al sistema capitalista que empezaba a conformarse.
La historia no va a tener en cuenta a los vencidos a lo largo de gran parte del siglo XIX, años dominados por la historiografía eurocéntrica. Desde ese punto de vista, Europa y su cultura eran el centro y motor de “la civilización” que debía terminar con “la
barbarie” protagonizada por “el otro”. A partir de esta visión, siempre se habló de la frontera con el indio asociándola con lo bélico, con el conflicto, con esa idea del europeo en el que los espacios ocupados por los pueblos originarios eran peligrosos y
desolados. Todo ello, iba en concordancia con la necesidad de constituir el estado- nación, para lo cual, entre otras cosas, se precisaba ocupar la mayor cantidad de territorio posible, o sea: el indio era un estorbo del que había que deshacerse. Y por eso
se lo pensaba desde esa óptica.
En el mismo orden de cosas, hasta el nomadismo fue interpretado por los españoles como una forma de vida característica de “grupos inestables”, “económicamente desorganizados”. Cuando justamente, ser nómade implicaba conocer el territorio, saber
organizarse y coordinarse entre los distintos grupos a fin de sobrevivir e intercambiar bienes.
Recién en el siglo XX y gracias a los cuestionamientos de antropólogos e historiadores se empieza a darle un lugar en la historia al relato que había sido invisibilizado por la perspectiva eurocentrista. Es por ello que cada avance, en pro de la igualdad y del reconocimiento de la diversidad, por lento que sea, por mínimo que parezca es necesariamente un sinónimo de progreso (en el buen sentido). Y es, siempre y en cada caso, lo que le da sentido a nuestro sistema democrático.