Impredecible e inesperada, siempre se las arregla para molestar, a pesar de la defensa que nuestro estímulo de cerrar los ojos nos proporciona.
Primero sentimos una molestia, pero hacemos caso omiso, o no queremos prestarle atención hasta que después de una serie de pestañeos se hace demasiado evidente.
Una vez reconocida su presencia, algunos se refriegan los ojos como si por tenerla allí se estuviesen perdiendo de las maravillas del mundo, son los llamados impacientes, ansiosos, que hacen antes de pensar . Otros, mas precavidos y prácticos, suelen resolverlo con un poco de agua. Pero la mayoría de las veces sigue molestando, cada vez un poquito más.
En algunos casos cuesta tanto encontrarla que si por casualidad estamos en cercanía a otra persona, no nos importa deformar nuestra cara para pedirle que la busque. Lo cual es bastante inútil a los fines de resolverlo, ya que por lo general no queremos que ande toqueteando, sino que limitamos su acción a soplar. Necesitamos eso, o la confirmación de que algo anda por ahí y saber de qué se trata. Además de compartir, claro está, nuestra dolencia. Que por más minúsculas que sean, siempre se vuelven más llevaderas con el otro.
Hasta que por fin sale. Logramos sacarla de la misma forma en la que ingreso, sin saber cómo o en qué momento.
La sensación de que permanece inmóvil allí, nos persigue por un rato. Pero la verdad es que ya no está, y llega un momento en que lo notamos. Es entonces cuando podemos relajamos y seguir haciendo lo que estábamos haciendo.