La reunión de consorcio tendría lugar ese mismo viernes a las 19:00 hs. Con 25 años a Esteban no le generaba ningún entusiasmo asistir a lo que él consideraba, más que una reunión, la excusa perfecta de la gente para descargar frustraciones. Pero tenía que hacerlo. El tema central a tratar sería el de la seguridad en el edificio. Era su oportunidad para quejarse, porque hacía una semana alguien había tomado prestada su bicicleta del palier de la entrada principal y aparentemente se habría olvidado de devolverla. Por lo tanto, llamó a Martin y le dijo:
– Tincho, voy a llegar más tarde, tengo reunión de consorcio.
– ¿Reunión de consorcio?, Respondió Martin, riéndosele y algo confundido. Le resultaba extraño que justo él, que no podía esperar a que llegue el fin de semana para relajarse, prefiriera ir a una reunión de consorcio.
– Si, después te explico.
Esteban esperó en su departamento hasta las 18:45, luego se dirigió a lo largo del pasillo hasta el quincho. A las 19:15 habían llegado casi todos. El encuentro duró una hora y Esteban no desaprovechó ni un minuto. Su voz resaltaba, e interrumpía con expresiones como: “yo no puedo creer la incompetencia del administrador”, “¿Qué es esto de que no se pueda estar tranquilo en la casa de uno?” “Si hubiera sabido esto antes, me ponía una carpa en el Parque España”. Arrojó todo un arsenal de frases con las que pretendía dejar en claro su descontento, y lo logró. Resolvieron contratar un sistema de seguridad.
Esteban se fue insatisfecho. Él prefería poner rejas, a la antigua, más fácil y rápido. Al llegar al bar donde se encontraba Martin, tiró la campera, pidió un whisky y le contó siempre con tono irónico: “Resulta que mis vecinos creen que lo mejor es poner 89 cámaras, 145 sensores de movimiento, 5 llaves electrónicas distintas: una para ingresar, otra por robo, otra por si les agarra hambre, y otra para que venga alguien y les rasque la espalda. Qué se yo, no sé para qué tanta cosa, ¿sabes las veces que va a sonar esa alarma con lo distraídos que son? Pero bueno, la cuestión es que a mí, a la bici no me la devuelve nadie. No te das una idea el tiempo que me tomo armarla. El amor que le puse a esa bici.”
A las 2 de la mañana regresó a su departamento, se acostó y despertó al otro día bastante más tranquilo. Puso la pava, sacó unos bizcochitos de la alacena y desayunó. En el noticiero, el meteorólogo predecía clima cálido durante las próximas dos semanas. Después de escuchar ese pronóstico sintió el impulso de salir. Casi sin proponérselo, de un momento a otro, había pasado de la cocina al balcón. Con sus manos en la cintura y la cabeza alta en dirección al horizonte, mantenía su mirada en el cielo despejado, cuando por culpa de la capacidad que tiene el ojo humano de ver más allá, percibió sobre su hombro derecho algo que brillaba por el reflejo del sol, color negro, redondo.
Cualquiera que hubiera visto la forma en que giró y bajó su cabeza, mientras sus brazos perdían la fuerza y se soltaban lentamente de su cintura, hubiera descubierto su emoción. Era un hombre deseando estar equivocado de lo que acababa de ver. Lo que brillaba era la rueda de la bici. Ahí estaba, tranquila, sana y salva, colgando de un ganchito en el techo, casi riéndose.