Le pidió por favor que no dejara que la mirada del otro lo defina. Se lo pidió como si no existiera, casi ignorando su presencia. Y en ese minúsculo acto, se escondía visible y casi imperceptible, la genuinidad.
«Ni la mía, ni siquiera la mía», gritaba fuera de sus ojos. Como si hubiera estado años buscando la forma de decírselo, sin encontrarla. Y como si la hubiera encontrado en ese momento, por casualidad.
Sin embargo, la escena duro una milésima de segundo, porque el mensaje ya había quedado bastante claro y eran siglos los que habían pasado desde la ultima vez que sus miradas se habían encontrado.